Literatura Nautica

El Cazador de barcos - Capitulo II

Carolyn recorrió el mar con la mirada, luego se volvió hacia atrás. Su cuerpo se puso tenso entre los brazos de Peter.
—¡Oh, Dios mío!
Hardin volvió la cabeza y se quedó anonadado.
Una negra muralla de acero tapaba el horizonte.
—¡Bordo!
Hardin hizo girar con fuerza y tan rápidamente como pudo la rueda del timón hacia babor y empezó a tirar de la escota del tormentín moviendo alternativamente ambas manos. El winche zumbó airadamente en su veloz carrera. La Sirena avanzaba dando guiñadas. Carolyn se situó de un salto junto a la botavara de mesana, soltó los rizos e izó la vela hasta el tope del palo.
Con las velas flameando, La Sirena viró lentamente hasta quedar completamente de popa al viento, mientras la negra muralla iba acercándose por babor. Ya estaba a menos de doscientos metros de distancia y se aproximaba velozmente.
—¡Suéltala! —gritó Hardin, mientras hacía girar otra vez la rueda hacia el centro y dejaba escurrirse a toda carrera la escota de mesana sobre la palma de su mano. Cuando la vela formó un ángulo recto con el barco, Peter dio una rápida vuelta de escota sobre el winche y cerró la mordaza. El tormentín se agitó con secos gualdrapeos, buscando el viento.
Hardin apretó el botón de arranque del motor, rogando al cielo que se pusiera en marcha. El motor era viejo y no lo habían utilizado desde las Azores. La escota del tormentín se enredó en torno a una cornamusa de driza del palo mayor. La vela cazada se puso a flamear inútilmente. Carolyn aseguró la escota de estribor y salió disparada a liberar el tormentín. La Sirena se precipitó en un profundo seno entre dos olas. A Carolyn le resbalaron los pies; perdió el equilibrio, cayó sobre cubierta y empezó a deslizarse hacia la borda. Hardin soltó un grito. Nada podía hacer, estaba demasiado lejos de ella para ayudarla.
Las piernas de Carolyn se deslizaron por debajo de los guardamancebos y tocaron el agua. Ella se agarró a un candelera con una mano, mientras que con la otra se aferraba desesperadamente a la cubierta. El agua la arrastraba fuera de la borda. La Sirena escoró pesadamente hacia el lado de babor y Carolyn aprovechó el movimiento para auparse otra vez hasta cubierta.
Se apresuró a levantarse, se colocó de un salto junto al palo y desenredó el tormentín. Hardin viró hacia la izquierda y la vela se llenó con un chasquido. Habían completado la bordada.
Carolyn echó a correr por la cubierta de babor y desapareció rápidamente por la escalera del camarote. Hardin advirtió que tenía la cara blanca como las velas del barco. Sólo ella sabia con exactitud cuan cerca había estado de caer por la borda frente al monstruoso buque que avanzaba sobre ellos.
El velero estaba cruzando su camino. Hardin volvió a accionar el botón de arranque del motor, sin despegar los ojos del enorme casco negro. Nunca había visto un barco tan inmenso. Ya deberían haberlo dejado atrás, pero era tal su manga que se hubiera dicho que avanzaba de costado. Menos de ciento veinte metros de mar les separaban de él.
El motor diesel gruñó sin arrancar. Carolyn subió corriendo del camarote con los chalecos salvavidas. Sostuvo el de Hardin para que su marido se lo pusiera, mientras él seguía sujetando el timón con una pierna, sin dejar de apretar frenéticamente el botón de arranque. Carolyn le ató el chaleco y luego se dispuso a ponerse el suyo. En todo ese rato no despegó ni un momento los ojos del negro casco.
El motor diesel tosió y se puso en marcha. Hardin accionó suavemente hacia delante la palanca del gas y aumentó dos nudos más la velocidad de La Sirena. El barco estaba ya tan próximo que Peter alcanzaba a distinguir las líneas de las soldaduras sobre el metal. El casco se alzaba por encima de los topes de los palos de La Sirena y era más ancho que un bloque de edificios.
Y se acercaba a gran velocidad. Una gigantesca ola de proa arqueó su cresta a más de veinte pies de altura. Hardin no distinguió ninguna persona asomada 
a la borda, no divisó el puente, ni las estachas, ni una luz, ni un nombre. Sólo una pared lisa, cuyo perfil plano sólo se veía interrumpido por la prominencia de un ancla más grande que toda La Sirena.
Hardin se dijo que conseguirían sobrepasar el filo de la ola de proa. Su mirada podía recorrer el costado del barco, un abrupto acantilado que se perdía a lo lejos entre la bruma. A su abrigo, el mar aparecía más calmado, protegido del viento como las aguas tranquilas de una albufera. La Sirena recibía el viento directamente de popa y llevaba las velas desplegadas hacia el costado de babor. Continuaron avanzando en ángulo recto con respecto al barco. Hardin hubiera querido abrir más el ángulo y orientar la proa más lejos, pero para ello habría tenido que hacer otra bordada y no le quedaba tiempo. Aceleró el motor. La Sirena avanzó entre temblores, pero en seguida tuvo que reducir otra vez el gas, pues el motor diesel estaba frío y amenazaba con pararse.
La vela de mesana empezó a gualdrapear. Luego, también el foque.
La Sirena aminoró la marcha, cabeceando torpemente.
Carolyn clavó inmediatamente los ojos en las velas.
—¿El viento?
Hardin advirtió todo el horror de lo que acababa de suceder. El monstruo les había robado el viento, formando una gran pantalla que se lo cortaba como si fuera un enorme farallón. Las velas se aflojaron y quedaron colgando fláccidas.
Hardin dio todo el gas al motor diesel. Pero estaba demasiado frío para soportar esa aceleración repentina y se paró con un gemido. Durante un largo instante sólo se escuchó el aleteo de las velas colgantes. El buque estaba a treinta metros. El motor que lo impulsaba, cualquiera que fuera, no hacía el menor ruido. Sólo el zumbido cada vez más penetrante de la ola de proa al encresparse anunciaba su proximidad.
Hardin y Carolyn se cogieron de la mano sin mirarse y empezaron a retroceder hacia la proa. Allí permanecieron acurrucados, aferrados al estay del trinquete, observando pasmados la silenciosa pared que poco a poco iba ocultando el cielo.

La ola hizo escorarse al queche, que quedó flotando sobre el costado como un animal vencido suplicando piedad con voz ronca. Carolyn y Hardin, las manos entrelazadas, intentaron saltar para esquivar el golpe; entonces el buque negro aplastó a La Sirena y la hundió en la mar.